Desafortunadamente calificada como símbolo de pureza y abundancia, la Amazonía recibide también la penosa tarea de ser el «pulmón del planeta». A puertas de la importante cumbre del clima, la COP 21, un breve análisis sobre el mayor bosque tropical del mundo resulta necesario. Descubra más al respecto en el siguiente artículo publicado por el sitio web Troisième Baobab.
1541 : el descubrimiento de la Amazonía
Una expedición española dirigida por los hermanos Pizarro recorre un gran río desde la cordillera de los Andes (Perú) hasta el océano Atlántico en busca de una especia tan preciosa como el oro: la canela. Guiados por Francisco de Orellana, los conquistadores no encuentran canela, pero descubren un bosque gigantesco, poblado por criaturas desconocidas, plantas exóticas y seres que rápidamente asocian con las amazonas guerreras, hijas de Ares y la ninfa Harmonía de los poemas de Homero. Los conquistadores identifican ahí, en ese espacio anfibio donde las exuberantes flora y fauna fascinan tanto como perturban, aquel reino mítico con el que el mundo occidental sueña desde la antigüedad. Más aún, la crónica de la expedición redactada por Gaspar de Carvajal describe un ritual muy extraño en el cual un rey indígena se baña en el lago Parima y emerge de sus aguas cubierto de oro: es así que la leyenda de El Dorado toma forma. Seguidamente, este bosque de contornos inciertos recibe el nombre del mito que evoca.
De esta manera se descubre el mayor bosque tropical del mundo. Para Europa, la Amazonía «nace» con un carácter mítico; sin embargo, la densidad de su vegetación, así como las condiciones climáticas, impiden su integración en los territorios colonizados por los imperios europeos que se establecieron en el continente en los siglos XVI y XVII. Lo mismo sucedería luego en los estados independientes que los sucedieron. Durante los cuatro siglos que siguieron a su descubrimiento, la Amazonía siguió siendo un «ser no geográfico», un marginado espacio blanco en el mapa a pesar de encontrarse en el corazón del continente. Pero, ¿cuántas expediciones de misioneros, comerciantes y soldados intentaron penetrar en sus secretos, alimentando fantasías y consolidando los mitos emergentes? Este bosque tropical se convierte en una promesa de riquezas inagotables y conquistas gloriosas, y los relatos de los exploradores nutren la imaginación de los europeos, acabando por dar forma a una Amazonía llamada unas veces el «Paraíso Perdido» y otras el «Infierno Verde».
Ciertamente, la selva amazónica siempre ha dado lugar a diversos mitos: desde cosmologías indígenas hasta leyendas del mundo occidental, y desde el mito de la selva virgen deshabitada hasta el famoso espejismo moderno del «pulmón del planeta». Un gran número de fantasías que, al congelar la imagen de la Amazonía en las mentes del colectivo, despiertan la codicia y materializan los desafíos que rodean su futuro. Paradójicamente, la existencia de estos mitos ha contribuido a forjar la Amazonía que conocemos hoy en día, al mismo tiempo que ha negado la propia esencia de este bosque tropical: una extrema fragilidad junto a una gran complejidad.
El Dorado de las leyendas
Detengámonos un momento en el mito de «El Dorado”, que ilustra muy bien esta curiosa paradoja. Como todo mito, se trata de una compleja construcción de la mente que entrelaza hechos reales e imaginarios, evocaciones tradicionales y leyendas, revelando los anhelos colectivos y las necesidades metafísicas del hombre. En realidad, los conquistadores presenciaron la ceremonia de entronización del rey de los chibchas, una comunidad de la Amazonía colombiana. Durante la ceremonia, el futuro monarca se cubre con polvo de oro para encarnar al sol. Mientras se sumerge en un arroyo, los miembros de la comunidad lanzan objetos de oro, muchos de los cuales fueron encontrados en el lago Guatavita y ahora se exponen en el Museo del Oro de Bogotá.
Sin embargo, las crónicas sobre este ritual también trajeron a la mente de los europeos las famosas «Ciudades de Oro», aquellas pagodas de techo dorado de Birmania mencionadas en los relatos de Marco Polo. El malentendido no se hizo esperar y las expediciones se multiplicaron, todas en busca de una civilización hecha de oro, perdida en las profundidades de la selva y que traía a la memoria la gloria de la conquista del Imperio Inca y los montones de oro arrebatados a los indígenas. Los propios nativos comenzaron a difundir el rumor, amplificándolo, señalando a los aventureros lugares inexplorados con la finalidad de escapar de la conquista, empujando a estos exploradores a perderse cada vez más en la humedad del bosque tropical. La codicia y la ignorancia se convierten en la fiebre del oro.
A pesar de las pequeñas cantidades de oro encontradas en los siglos XVI y XVIII en las regiones de Mato Grosso, Goiás y Maranhão en Brasil, el mito de El Dorado se aferra a la Amazonía. Incluso hoy en día, las poblaciones y Estados siguen convencidos de que contiene yacimientos sin explotar.
Incluso en este caso, el mito se inspira en la realidad. La Amazonía es una especie de «El Dorado», un territorio de superlativos. Con una superficie aproximada de 7,3 millones de km2, atraviesa nueve países (Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Guyana, Guyana Francesa, Surinam y Venezuela) y contiene la mayor reserva de agua dulce y biodiversidad del planeta: 300 especies de mamíferos, mil especies de aves, 2 mil especies de peces, 60 mil especies de plantas superiores, 2 millones 500 mil especies de insectos, etc. Es cierto, la Amazonía tiene todos los signos de riqueza, y ante tanta exuberancia es evidente que los prospectores e industriales han seguido probando suerte a lo largo de los siglos, excavando la tierra en busca de oro y metales preciosos, removiendo el suelo y desfigurando la selva. Pero no fue hasta 1950 que las primeras excavaciones revelaron la presencia de grandes cantidades de cobre, níquel, hierro y, por supuesto, oro. A finales de los años 70, una nueva fiebre sacude a la Amazonía: cerca de un millón de mineros artesanales, o buscadores de oro conocidos como garimpeiros, se aventuran a la prospección de la famosa mina de Serra Pelada en el estado brasileño de Pará.
Si tenemos en cuenta que hay que remover en promedio un metro cúbico de tierra para tratar de encontrar 2 gramos de oro, la magnitud del daño hecho a la selva y a sus suelos es inimaginable. El entorno natural está sufriendo una transformación profunda, si es que no irreversible: árboles arrancados de raíz, suelos removidos, aguas contaminadas con mercurio, invasión de las reservas indígenas, enfermedades provocadas por la llegada masiva de poblaciones fluctuantes, contrabando, desarrollo de pequeñas ciudades emergentes, etc. Para una producción oficial estimada en 50 toneladas al año, la lista de consecuencias es aterradora. La región de Madre de Dios, en la Amazonía peruana, es hoy el nuevo escenario de una fiebre del oro especialmente destructiva: la extensión de la minería aurífera ilegal aumentó en un 400 % entre 1999 y 2014, hasta el punto de ser hoy en día la principal causa de destrucción de bosques en la región, por delante de la agricultura intensiva o migratoria, la ganadería o la explotación forestal.
En cuanto al hierro, la Amazonía tiene desgraciadamente la segunda mayor reserva del mundo en la montaña Serra dos Carajás, entre los ríos Tocantins y Xingú, Brasil. Descubierta en 1967, la reserva contiene cerca de 18 mil millones de toneladas de hierro con una ley de 66 %. La mina de Carajás, que empezó a funcionar en 1986, también es tristemente célebre por provocar la destrucción indiscriminada de ecosistemas. Al poseer una veta de 300 m de espesor excavada a cielo abierto, una vía férrea y carreteras para el transporte del hierro, y ciudades para el alojamiento de sus trabajadores, la mina contribuyó enormemente a la destrucción y contaminación de la selva de la región de Minas Gerais mientras daba forma a un nuevo territorio que en la actualidad sigue siendo uno de los mayores conglomerados de la industria minera de Brasil.
Es así que un simple mito, que congeló la imagen de una Amazonía con riquezas inagotables en la mente del colectivo, contribuyó al inicio de un irreparable ciclo de destrucción de ecosistemas. Desde luego, este mito no es el único culpable, pero debido a que la leyenda de El Dorado se asoció a la selva amazónica, esta ha sufrido los impactos devastadores de una explotación desmedida de materias primas y minerales durante 500 años, generando una curiosa paradoja en la que el mito «moldea» tanto como «destruye» el territorio.
De la riqueza del subsuelo a la fragilidad del suelo
Sin embargo, más allá del mito de El Dorado y de la imagen de fuente inagotable de recursos que transmite, esta riqueza del subsuelo esconde otra realidad: un bosque con suelos extremadamente frágiles. La riqueza de sus ecosistemas solo es comparable con su vulnerabilidad. La Amazonía es tanto un ambiente húmedo como un bosque perenne, es decir, un bosque cuyas plantas mantienen sus hojas verdes todo el año. Al vivir al ritmo de estaciones secas y lluviosas, este bosque tropical crea su propio microclima: el 50 % del agua de lluvia que cae en la Amazonía procede de la evapotranspiración de la vegetación, un agua que es reciclada por la propia selva, un agua que origina el crecimiento y la diversidad de la flora. Por lo tanto, esta flora depende de la cantidad de humedad en la atmósfera y de la retroalimentación de dicha humedad, lo que explica que la diversidad de la flora vaya de la mano con su vulnerabilidad. De igual forma, la biodiversidad forestal depende del humus que recubre el suelo y no de la riqueza que este tenga en nutrientes. Los suelos amazónicos son químicamente pobres y especialmente ácidos. La gran mayoría es deficiente en fósforo, potasio y nitrógeno; a penas un 8 % es fértil. Lo cierto es que están entre los más pobres del planeta. Por lo tanto, es importante comprender que esta selva débilmente enraizada se regenera en su propio humus y vive sobre sí misma: crece sobre el suelo y no del suelo. La exuberancia de su flora y fauna nos hace olvidar que la diversidad de sus ecosistemas no equivale a estabilidad; por el contrario, se trata de una inherente fragilidad en la que los ecosistemas pueden ser desequilibrados fácilmente. Debido a esto, es comprensible que la explotación de los suelos y subsuelos, ya sea para la extracción de minerales, la tala de árboles para la ganadería y la venta, o para una agricultura que no tiene en cuenta las características específicas de los suelos amazónicos, conduzca a una degradación de ecosistemas que a veces es irreparable.
La selva virgen deshabitada o la fantasía del Paraíso Perdido
Pero no todos los mitos del estilo de El Dorado tienen un impacto tan dañino en la Amazonía. Algunos incluso contribuyen en la actualidad a la conservación del bosque tropical exacerbando torrentes de compasión en la opinión pública occidental, a pesar de transmitir una imagen completamente distorsionada de la Amazonía. El mito de la «selva virgen deshabitada», el santuario indígena, es un ejemplo perfecto. En la actualidad, es una especie de imagen Epinal de la Amazonía, una representación contemporánea sobrevalorada y desfasada, formada a partir de una visión claramente occidental de «naturaleza». Originada en el siglo XIX junto a un romanticismo europeo, esta visión es la de una naturaleza fantástica y perfecta, un Edén santificado que no ha sido corrompido por la mano del hombre. De esta forma, surge la fantasía del «Paraíso Perdido«, y la Amazonía se convierte así, para el inconsciente colectivo, en el símbolo mismo de la naturaleza amenazada por el hombre. Basta una rápida búsqueda en línea para notarlo: si se teclea la palabra «Amazonía», las primeras imágenes que aparecen son las de una vasta extensión de selva plana donde serpentea el río Amazonas y abunda una rica fauna, o incluso fotos de una deforestación brutal y de indígenas en peligro.
Las ONG que luchan contra la deforestación o protegen los derechos de los indígenas han explotado en gran medida esta visión occidentalizada de la naturaleza en sus campañas de sensibilización. El uso de imágenes y fotos de una Amazonía de naturaleza idealizada, amenazada por la deforestación, y de indígenas «buen salvajes» abandonados a su suerte, ha movilizado muchos fondos para su conservación, aunque se trate de una reinvención un tanto ideológica.
Es cierto que la Amazonía es lo que se conoce como una «selva virgen» habitada por varias comunidades indígenas. Pero hoy en día esta afirmación es simplista; como siempre, en los matices está la realidad. ¿Qué entendemos por «selva virgen»? Podemos sustituir este término por «bosque primario», es decir, un bosque formado por árboles de cientos de años de antigüedad y en el que no se aprecian rastros de actividad humana con claridad. Los bosques primarios constituyen el 33 % de bosques de la Tierra y albergan al menos un 75 % de la biodiversidad mundial. Estos están en vías de desaparecer en el Sudeste Asiático y en Sudamérica debido a un complejo proceso de deforestación.
No obstante, los grandes bosques vírgenes de hoy en día también están formados por bosques «secundarios». Se trata de bosques que han vuelto a crecer de forma espontánea o por actividad humana después de que el bosque primario fuera eliminado por causas naturales o humanas. Los bosques secundarios son más densos y sus árboles son más pequeños. Es así que tres cuartas partes de las zonas forestales del planeta están antropizadas, es decir, modificadas por el hombre; la Amazonía no es una excepción.
Asimismo, los espacios naturales como los bosques son espacios sociales. Ciertamente, la Amazonía es enorme y algunos lugares, sobre todo en Brasil, siguen siendo inaccesibles para aquellos ajenos a este bosque tropical. Sin embargo, muchas zonas forestales de la Amazonía han sido modeladas durante siglos por sus pueblos originarios, tanto antes como mucho después de la llegada de los europeos. Las diversas peticiones y campañas de las ONG a favor de un «santuario» de la Amazonía, al interior de un área natural cerrada a todo ser humano, no aportan una respuesta concreta al problema de su extinción. Estas campañas muestran que sobre la Amazonía se proyecta la típica relación occidental con la naturaleza. Evidencian una «patrimonialización» del bosque tropical. En otras palabras, la Amazonía es elevada al rango de herencia de la humanidad, lo que implica también una apropiación social y cultural de este espacio forestal por parte de las sociedades occidentales.
Sin embargo, esta concepción de la Amazonía como un santuario exclusivo para indígenas es peligrosa en el sentido de que excluye a las poblaciones locales amazónicas no indígenas, aunque estas sean portadoras de soluciones para la protección del bosque tropical. En la actualidad, muchos países amazónicos y ONG para el desarrollo intentan tomar en cuenta a las poblaciones locales y sus contribuciones beneficiosas para la selva (selección de especies, medidas de conservación, etc.) en sus políticas y planes de conservación. Estas poblaciones locales, que a menudo son las grandes ausentes en los discursos de sensibilización de las ONG y que siguen siendo señaladas por algunos Estados amazónicos como parte de la lista de responsables de la deforestación, son de hecho las primeras ecologistas y pioneras en tomar medidas para la preservación del bosque. De esta manera, se produce una lenta evolución de la representación de la selva amazónica en la mente del colectivo: ya no se la imagina como un espacio «deshumanizado» y deshabitado, sino como una fuente de numerosos servicios económicos, sociales y culturales que proporciona a las comunidades nativas y a las poblaciones locales los medios para subsistir, así como ingresos.
Más allá de la selva: una Amazonía de ciudades y su cortejo de habitantes
De igual forma, nos apresuramos a olvidar que la Amazonía de la selva coexiste ahora con la Amazonía de las ciudades. Tras siglos de políticas de colonización y valorización, secciones enteras del territorio amazónico se han integrado a la red nacional a través de las vías de comunicación. Las Amazonias peruanas y colombianas son las más pobladas: en Perú, la Selva representa casi el 60 % del territorio nacional; y mientras sigue constituyendo una frontera con Brasil, al estar tan alejada del corazón económico del país, la Amazonía peruana es una de las tres grandes regiones de la nación. Está prácticamente integrada al territorio nacional, con su cultura, sus ciudades, sus carreteras y su administración.
Además, la población de la Amazonía peruana es más urbana que rural. Aunque solo representa el 14,31 % de la población total del país, está experimentando una expansión sin precedentes, con un aumento del 132 % entre 1981 y 2007. En Brasil, la población de la Amazonía ha pasado de 6 a 25 millones de habitantes en 50 años. Aunque la densidad poblacional sigue siendo baja, está claro que la Amazonía ya no es un gran desierto humano. La idea de internacionalizarla, es decir, sustraer el territorio a los nueve Estados de la cuenca y ponerlo bajo el control de la comunidad internacional con el objetivo declarado de «salvar» la Amazonía de una desaparición segura, pregonada por muchas ONG como el remedio milagroso al peligro de la deforestación, sigue siendo una respuesta completamente inapropiada. Esto es olvidar su multiplicidad de realidades; negar el derecho de sus poblaciones y Estados a gestionar sus propios asuntos y los múltiples esfuerzos realizados desde los años 2000 para su conservación y desarrollo sostenible. A fin de cuentas, es negar la existencia misma de sus poblaciones y su cultura, y privarlas del derecho de decidir su futuro. Si se internacionaliza la Amazonía, ¿qué pasará con los millones de habitantes, indígenas, mestizos, peruanos, colombianos, brasileños y otros? ¿Qué nacionalidad y qué lugar ocuparán en esta nueva configuración?
El pulmón del planeta: la Amazonía, un tesoro universal
Por último, otro mito contemporáneo revela los mismos mecanismos de apropiación y elevación de la Amazonía al estatus de símbolo supremo de la naturaleza: el famoso espejismo moderno del «pulmón del planeta», frase impactante empleada en una campaña de sensibilización del WWF en la década del 2000 cuya afirmación se ha repetido de artículo tras otro y ha terminado por tomarse como una verdad.
Aun cuando la intención es loable, la definición de la Amazonía como «pulmón del planeta», repetida por ciertas ONG como Greenpeace y WWF, carece de base científica, al menos por el momento. Los bosques producen oxígeno durante el proceso de fotosíntesis, y sin duda este hecho es el origen de la confusión: las plantas verdes absorben dióxido de carbono (CO2) y liberan dioxígeno (O2); sin embargo, los bosques también consumen mucho dioxígeno, manteniendo un equilibrio casi perfecto entre producción-consumo de O2 y consumo-producción de CO2, lo que los ecologistas conocen también como «clímax».
En otras palabras, la selva amazónica absorbe tanto oxígeno como libera, y libera tanto CO2 como absorbe.
Por tanto, afirmar que hay que proteger la selva amazónica porque nos proporciona parte del oxígeno que respiramos, como explican algunas ONG, es un bonito atajo. Se trata de una simplificación verdaderamente chocante para el público en general que ha provocado un sentimiento de culpa en el mundo moderno y permitido la recaudación de muchos fondos.
De hecho, todavía sabemos muy poco del rol específico de los bosques en la renovación del oxígeno de la atmósfera, pero mientras no se demuestre lo contrario, la Amazonía no merece el famoso título de «pulmón del planeta», que sería más apropiado para los océanos, los verdaderos responsables de la renovación del oxígeno.
Por otro lado, la Amazonía es un sumidero de carbono en el sentido de que su biomasa, si llegara a descomponerse por completo, contendría aproximadamente 100 mil millones de toneladas de carbono. Los repetidos incendios en la selva amazónica tienen un impacto extremadamente nocivo en el clima: por cada hectárea que se convierte en humo, se liberan entre 150 a 190 toneladas de CO2 en la atmósfera. Además de liberar dióxido de carbono a través de la quema o la descomposición de árboles, la deforestación también provoca la erosión del suelo, la escasez de agua, el aumento de las sequías extremas y, en última instancia, una desecación definitiva del clima local.
Un análisis de la revista científica Nature publicado en 2012 demuestra la relación entre deforestación y aumento de episodios de sequías extremas luego de que se presentaran hechos similares en las cuencas de Tocantins y Araguaia en Brasil. La Amazonía, en vías de extinción, podría convertirse en un «contribuyente neto de CO2» en los próximos años.
Una vez más, la verdadera riqueza de la Amazonía no reside tanto en la producción de oxígeno o en la conglomeración de carbono, sino en el tesoro de la biodiversidad y la pluralidad de pueblos y culturas que contiene. Más allá de los mitos que tienden a congelarla en una proyección de nuestras fantasías, es esta complejidad, esta multiplicidad de realidades y esta diversidad social, política y económica, lo que debemos comprender si queremos abordar eficazmente los retos de su conservación. Más allá del mito de El Dorado, la Amazonía es una selva extremadamente frágil. Más allá del mito de una selva virgen y deshabitada, se trata de una Amazonía que permite la supervivencia de muchas poblaciones mestizas. Estas poblaciones respetan la selva y también la explotan de manera razonable, a pesar de ciertos discursos simplistas de ecologistas y políticos. Más allá del mito del pulmón del planeta, para nosotros es una selva preciosa, incluso más fascinante y misteriosa que las leyendas, y que aún nos falta descubrir.
Desafortunadamente calificada como símbolo de pureza y abundancia, la Amazonía recibide también la penosa tarea de ser el «pulmón del planeta». A puertas de la importante cumbre del clima, la COP 21, un breve análisis sobre el mayor bosque tropical del mundo resulta necesario. Descubra más al respecto en el siguiente artículo publicado por el sitio web Troisième Baobab.
1541 : el descubrimiento de la Amazonía
Una expedición española dirigida por los hermanos Pizarro recorre un gran río desde la cordillera de los Andes (Perú) hasta el océano Atlántico en busca de una especia tan preciosa como el oro: la canela. Guiados por Francisco de Orellana, los conquistadores no encuentran canela, pero descubren un bosque gigantesco, poblado por criaturas desconocidas, plantas exóticas y seres que rápidamente asocian con las amazonas guerreras, hijas de Ares y la ninfa Harmonía de los poemas de Homero. Los conquistadores identifican ahí, en ese espacio anfibio donde las exuberantes flora y fauna fascinan tanto como perturban, aquel reino mítico con el que el mundo occidental sueña desde la antigüedad. Más aún, la crónica de la expedición redactada por Gaspar de Carvajal describe un ritual muy extraño en el cual un rey indígena se baña en el lago Parima y emerge de sus aguas cubierto de oro: es así que la leyenda de El Dorado toma forma. Seguidamente, este bosque de contornos inciertos recibe el nombre del mito que evoca.
De esta manera se descubre el mayor bosque tropical del mundo. Para Europa, la Amazonía «nace» con un carácter mítico; sin embargo, la densidad de su vegetación, así como las condiciones climáticas, impiden su integración en los territorios colonizados por los imperios europeos que se establecieron en el continente en los siglos XVI y XVII. Lo mismo sucedería luego en los estados independientes que los sucedieron. Durante los cuatro siglos que siguieron a su descubrimiento, la Amazonía siguió siendo un «ser no geográfico», un marginado espacio blanco en el mapa a pesar de encontrarse en el corazón del continente. Pero, ¿cuántas expediciones de misioneros, comerciantes y soldados intentaron penetrar en sus secretos, alimentando fantasías y consolidando los mitos emergentes? Este bosque tropical se convierte en una promesa de riquezas inagotables y conquistas gloriosas, y los relatos de los exploradores nutren la imaginación de los europeos, acabando por dar forma a una Amazonía llamada unas veces el «Paraíso Perdido» y otras el «Infierno Verde».
Ciertamente, la selva amazónica siempre ha dado lugar a diversos mitos: desde cosmologías indígenas hasta leyendas del mundo occidental, y desde el mito de la selva virgen deshabitada hasta el famoso espejismo moderno del «pulmón del planeta». Un gran número de fantasías que, al congelar la imagen de la Amazonía en las mentes del colectivo, despiertan la codicia y materializan los desafíos que rodean su futuro. Paradójicamente, la existencia de estos mitos ha contribuido a forjar la Amazonía que conocemos hoy en día, al mismo tiempo que ha negado la propia esencia de este bosque tropical: una extrema fragilidad junto a una gran complejidad.
El Dorado de las leyendas
Detengámonos un momento en el mito de «El Dorado”, que ilustra muy bien esta curiosa paradoja. Como todo mito, se trata de una compleja construcción de la mente que entrelaza hechos reales e imaginarios, evocaciones tradicionales y leyendas, revelando los anhelos colectivos y las necesidades metafísicas del hombre. En realidad, los conquistadores presenciaron la ceremonia de entronización del rey de los chibchas, una comunidad de la Amazonía colombiana. Durante la ceremonia, el futuro monarca se cubre con polvo de oro para encarnar al sol. Mientras se sumerge en un arroyo, los miembros de la comunidad lanzan objetos de oro, muchos de los cuales fueron encontrados en el lago Guatavita y ahora se exponen en el Museo del Oro de Bogotá.
Sin embargo, las crónicas sobre este ritual también trajeron a la mente de los europeos las famosas «Ciudades de Oro», aquellas pagodas de techo dorado de Birmania mencionadas en los relatos de Marco Polo. El malentendido no se hizo esperar y las expediciones se multiplicaron, todas en busca de una civilización hecha de oro, perdida en las profundidades de la selva y que traía a la memoria la gloria de la conquista del Imperio Inca y los montones de oro arrebatados a los indígenas. Los propios nativos comenzaron a difundir el rumor, amplificándolo, señalando a los aventureros lugares inexplorados con la finalidad de escapar de la conquista, empujando a estos exploradores a perderse cada vez más en la humedad del bosque tropical. La codicia y la ignorancia se convierten en la fiebre del oro.
A pesar de las pequeñas cantidades de oro encontradas en los siglos XVI y XVIII en las regiones de Mato Grosso, Goiás y Maranhão en Brasil, el mito de El Dorado se aferra a la Amazonía. Incluso hoy en día, las poblaciones y Estados siguen convencidos de que contiene yacimientos sin explotar.
Incluso en este caso, el mito se inspira en la realidad. La Amazonía es una especie de «El Dorado», un territorio de superlativos. Con una superficie aproximada de 7,3 millones de km2, atraviesa nueve países (Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Guyana, Guyana Francesa, Surinam y Venezuela) y contiene la mayor reserva de agua dulce y biodiversidad del planeta: 300 especies de mamíferos, mil especies de aves, 2 mil especies de peces, 60 mil especies de plantas superiores, 2 millones 500 mil especies de insectos, etc. Es cierto, la Amazonía tiene todos los signos de riqueza, y ante tanta exuberancia es evidente que los prospectores e industriales han seguido probando suerte a lo largo de los siglos, excavando la tierra en busca de oro y metales preciosos, removiendo el suelo y desfigurando la selva. Pero no fue hasta 1950 que las primeras excavaciones revelaron la presencia de grandes cantidades de cobre, níquel, hierro y, por supuesto, oro. A finales de los años 70, una nueva fiebre sacude a la Amazonía: cerca de un millón de mineros artesanales, o buscadores de oro conocidos como garimpeiros, se aventuran a la prospección de la famosa mina de Serra Pelada en el estado brasileño de Pará.
Si tenemos en cuenta que hay que remover en promedio un metro cúbico de tierra para tratar de encontrar 2 gramos de oro, la magnitud del daño hecho a la selva y a sus suelos es inimaginable. El entorno natural está sufriendo una transformación profunda, si es que no irreversible: árboles arrancados de raíz, suelos removidos, aguas contaminadas con mercurio, invasión de las reservas indígenas, enfermedades provocadas por la llegada masiva de poblaciones fluctuantes, contrabando, desarrollo de pequeñas ciudades emergentes, etc. Para una producción oficial estimada en 50 toneladas al año, la lista de consecuencias es aterradora. La región de Madre de Dios, en la Amazonía peruana, es hoy el nuevo escenario de una fiebre del oro especialmente destructiva: la extensión de la minería aurífera ilegal aumentó en un 400 % entre 1999 y 2014, hasta el punto de ser hoy en día la principal causa de destrucción de bosques en la región, por delante de la agricultura intensiva o migratoria, la ganadería o la explotación forestal.
En cuanto al hierro, la Amazonía tiene desgraciadamente la segunda mayor reserva del mundo en la montaña Serra dos Carajás, entre los ríos Tocantins y Xingú, Brasil. Descubierta en 1967, la reserva contiene cerca de 18 mil millones de toneladas de hierro con una ley de 66 %. La mina de Carajás, que empezó a funcionar en 1986, también es tristemente célebre por provocar la destrucción indiscriminada de ecosistemas. Al poseer una veta de 300 m de espesor excavada a cielo abierto, una vía férrea y carreteras para el transporte del hierro, y ciudades para el alojamiento de sus trabajadores, la mina contribuyó enormemente a la destrucción y contaminación de la selva de la región de Minas Gerais mientras daba forma a un nuevo territorio que en la actualidad sigue siendo uno de los mayores conglomerados de la industria minera de Brasil.
Es así que un simple mito, que congeló la imagen de una Amazonía con riquezas inagotables en la mente del colectivo, contribuyó al inicio de un irreparable ciclo de destrucción de ecosistemas. Desde luego, este mito no es el único culpable, pero debido a que la leyenda de El Dorado se asoció a la selva amazónica, esta ha sufrido los impactos devastadores de una explotación desmedida de materias primas y minerales durante 500 años, generando una curiosa paradoja en la que el mito «moldea» tanto como «destruye» el territorio.
De la riqueza del subsuelo a la fragilidad del suelo
Sin embargo, más allá del mito de El Dorado y de la imagen de fuente inagotable de recursos que transmite, esta riqueza del subsuelo esconde otra realidad: un bosque con suelos extremadamente frágiles. La riqueza de sus ecosistemas solo es comparable con su vulnerabilidad. La Amazonía es tanto un ambiente húmedo como un bosque perenne, es decir, un bosque cuyas plantas mantienen sus hojas verdes todo el año. Al vivir al ritmo de estaciones secas y lluviosas, este bosque tropical crea su propio microclima: el 50 % del agua de lluvia que cae en la Amazonía procede de la evapotranspiración de la vegetación, un agua que es reciclada por la propia selva, un agua que origina el crecimiento y la diversidad de la flora. Por lo tanto, esta flora depende de la cantidad de humedad en la atmósfera y de la retroalimentación de dicha humedad, lo que explica que la diversidad de la flora vaya de la mano con su vulnerabilidad. De igual forma, la biodiversidad forestal depende del humus que recubre el suelo y no de la riqueza que este tenga en nutrientes. Los suelos amazónicos son químicamente pobres y especialmente ácidos. La gran mayoría es deficiente en fósforo, potasio y nitrógeno; a penas un 8 % es fértil. Lo cierto es que están entre los más pobres del planeta. Por lo tanto, es importante comprender que esta selva débilmente enraizada se regenera en su propio humus y vive sobre sí misma: crece sobre el suelo y no del suelo. La exuberancia de su flora y fauna nos hace olvidar que la diversidad de sus ecosistemas no equivale a estabilidad; por el contrario, se trata de una inherente fragilidad en la que los ecosistemas pueden ser desequilibrados fácilmente. Debido a esto, es comprensible que la explotación de los suelos y subsuelos, ya sea para la extracción de minerales, la tala de árboles para la ganadería y la venta, o para una agricultura que no tiene en cuenta las características específicas de los suelos amazónicos, conduzca a una degradación de ecosistemas que a veces es irreparable.
La selva virgen deshabitada o la fantasía del Paraíso Perdido
Pero no todos los mitos del estilo de El Dorado tienen un impacto tan dañino en la Amazonía. Algunos incluso contribuyen en la actualidad a la conservación del bosque tropical exacerbando torrentes de compasión en la opinión pública occidental, a pesar de transmitir una imagen completamente distorsionada de la Amazonía. El mito de la «selva virgen deshabitada», el santuario indígena, es un ejemplo perfecto. En la actualidad, es una especie de imagen Epinal de la Amazonía, una representación contemporánea sobrevalorada y desfasada, formada a partir de una visión claramente occidental de «naturaleza». Originada en el siglo XIX junto a un romanticismo europeo, esta visión es la de una naturaleza fantástica y perfecta, un Edén santificado que no ha sido corrompido por la mano del hombre. De esta forma, surge la fantasía del «Paraíso Perdido«, y la Amazonía se convierte así, para el inconsciente colectivo, en el símbolo mismo de la naturaleza amenazada por el hombre. Basta una rápida búsqueda en línea para notarlo: si se teclea la palabra «Amazonía», las primeras imágenes que aparecen son las de una vasta extensión de selva plana donde serpentea el río Amazonas y abunda una rica fauna, o incluso fotos de una deforestación brutal y de indígenas en peligro.
Las ONG que luchan contra la deforestación o protegen los derechos de los indígenas han explotado en gran medida esta visión occidentalizada de la naturaleza en sus campañas de sensibilización. El uso de imágenes y fotos de una Amazonía de naturaleza idealizada, amenazada por la deforestación, y de indígenas «buen salvajes» abandonados a su suerte, ha movilizado muchos fondos para su conservación, aunque se trate de una reinvención un tanto ideológica.
Es cierto que la Amazonía es lo que se conoce como una «selva virgen» habitada por varias comunidades indígenas. Pero hoy en día esta afirmación es simplista; como siempre, en los matices está la realidad. ¿Qué entendemos por «selva virgen»? Podemos sustituir este término por «bosque primario», es decir, un bosque formado por árboles de cientos de años de antigüedad y en el que no se aprecian rastros de actividad humana con claridad. Los bosques primarios constituyen el 33 % de bosques de la Tierra y albergan al menos un 75 % de la biodiversidad mundial. Estos están en vías de desaparecer en el Sudeste Asiático y en Sudamérica debido a un complejo proceso de deforestación.
No obstante, los grandes bosques vírgenes de hoy en día también están formados por bosques «secundarios». Se trata de bosques que han vuelto a crecer de forma espontánea o por actividad humana después de que el bosque primario fuera eliminado por causas naturales o humanas. Los bosques secundarios son más densos y sus árboles son más pequeños. Es así que tres cuartas partes de las zonas forestales del planeta están antropizadas, es decir, modificadas por el hombre; la Amazonía no es una excepción.
Asimismo, los espacios naturales como los bosques son espacios sociales. Ciertamente, la Amazonía es enorme y algunos lugares, sobre todo en Brasil, siguen siendo inaccesibles para aquellos ajenos a este bosque tropical. Sin embargo, muchas zonas forestales de la Amazonía han sido modeladas durante siglos por sus pueblos originarios, tanto antes como mucho después de la llegada de los europeos. Las diversas peticiones y campañas de las ONG a favor de un «santuario» de la Amazonía, al interior de un área natural cerrada a todo ser humano, no aportan una respuesta concreta al problema de su extinción. Estas campañas muestran que sobre la Amazonía se proyecta la típica relación occidental con la naturaleza. Evidencian una «patrimonialización» del bosque tropical. En otras palabras, la Amazonía es elevada al rango de herencia de la humanidad, lo que implica también una apropiación social y cultural de este espacio forestal por parte de las sociedades occidentales.
Sin embargo, esta concepción de la Amazonía como un santuario exclusivo para indígenas es peligrosa en el sentido de que excluye a las poblaciones locales amazónicas no indígenas, aunque estas sean portadoras de soluciones para la protección del bosque tropical. En la actualidad, muchos países amazónicos y ONG para el desarrollo intentan tomar en cuenta a las poblaciones locales y sus contribuciones beneficiosas para la selva (selección de especies, medidas de conservación, etc.) en sus políticas y planes de conservación. Estas poblaciones locales, que a menudo son las grandes ausentes en los discursos de sensibilización de las ONG y que siguen siendo señaladas por algunos Estados amazónicos como parte de la lista de responsables de la deforestación, son de hecho las primeras ecologistas y pioneras en tomar medidas para la preservación del bosque. De esta manera, se produce una lenta evolución de la representación de la selva amazónica en la mente del colectivo: ya no se la imagina como un espacio «deshumanizado» y deshabitado, sino como una fuente de numerosos servicios económicos, sociales y culturales que proporciona a las comunidades nativas y a las poblaciones locales los medios para subsistir, así como ingresos.
Más allá de la selva: una Amazonía de ciudades y su cortejo de habitantes
De igual forma, nos apresuramos a olvidar que la Amazonía de la selva coexiste ahora con la Amazonía de las ciudades. Tras siglos de políticas de colonización y valorización, secciones enteras del territorio amazónico se han integrado a la red nacional a través de las vías de comunicación. Las Amazonias peruanas y colombianas son las más pobladas: en Perú, la Selva representa casi el 60 % del territorio nacional; y mientras sigue constituyendo una frontera con Brasil, al estar tan alejada del corazón económico del país, la Amazonía peruana es una de las tres grandes regiones de la nación. Está prácticamente integrada al territorio nacional, con su cultura, sus ciudades, sus carreteras y su administración.
Además, la población de la Amazonía peruana es más urbana que rural. Aunque solo representa el 14,31 % de la población total del país, está experimentando una expansión sin precedentes, con un aumento del 132 % entre 1981 y 2007. En Brasil, la población de la Amazonía ha pasado de 6 a 25 millones de habitantes en 50 años. Aunque la densidad poblacional sigue siendo baja, está claro que la Amazonía ya no es un gran desierto humano. La idea de internacionalizarla, es decir, sustraer el territorio a los nueve Estados de la cuenca y ponerlo bajo el control de la comunidad internacional con el objetivo declarado de «salvar» la Amazonía de una desaparición segura, pregonada por muchas ONG como el remedio milagroso al peligro de la deforestación, sigue siendo una respuesta completamente inapropiada. Esto es olvidar su multiplicidad de realidades; negar el derecho de sus poblaciones y Estados a gestionar sus propios asuntos y los múltiples esfuerzos realizados desde los años 2000 para su conservación y desarrollo sostenible. A fin de cuentas, es negar la existencia misma de sus poblaciones y su cultura, y privarlas del derecho de decidir su futuro. Si se internacionaliza la Amazonía, ¿qué pasará con los millones de habitantes, indígenas, mestizos, peruanos, colombianos, brasileños y otros? ¿Qué nacionalidad y qué lugar ocuparán en esta nueva configuración?
El pulmón del planeta: la Amazonía, un tesoro universal
Por último, otro mito contemporáneo revela los mismos mecanismos de apropiación y elevación de la Amazonía al estatus de símbolo supremo de la naturaleza: el famoso espejismo moderno del «pulmón del planeta», frase impactante empleada en una campaña de sensibilización del WWF en la década del 2000 cuya afirmación se ha repetido de artículo tras otro y ha terminado por tomarse como una verdad.
Aun cuando la intención es loable, la definición de la Amazonía como «pulmón del planeta», repetida por ciertas ONG como Greenpeace y WWF, carece de base científica, al menos por el momento. Los bosques producen oxígeno durante el proceso de fotosíntesis, y sin duda este hecho es el origen de la confusión: las plantas verdes absorben dióxido de carbono (CO2) y liberan dioxígeno (O2); sin embargo, los bosques también consumen mucho dioxígeno, manteniendo un equilibrio casi perfecto entre producción-consumo de O2 y consumo-producción de CO2, lo que los ecologistas conocen también como «clímax».
En otras palabras, la selva amazónica absorbe tanto oxígeno como libera, y libera tanto CO2 como absorbe.
Por tanto, afirmar que hay que proteger la selva amazónica porque nos proporciona parte del oxígeno que respiramos, como explican algunas ONG, es un bonito atajo. Se trata de una simplificación verdaderamente chocante para el público en general que ha provocado un sentimiento de culpa en el mundo moderno y permitido la recaudación de muchos fondos.
De hecho, todavía sabemos muy poco del rol específico de los bosques en la renovación del oxígeno de la atmósfera, pero mientras no se demuestre lo contrario, la Amazonía no merece el famoso título de «pulmón del planeta», que sería más apropiado para los océanos, los verdaderos responsables de la renovación del oxígeno.
Por otro lado, la Amazonía es un sumidero de carbono en el sentido de que su biomasa, si llegara a descomponerse por completo, contendría aproximadamente 100 mil millones de toneladas de carbono. Los repetidos incendios en la selva amazónica tienen un impacto extremadamente nocivo en el clima: por cada hectárea que se convierte en humo, se liberan entre 150 a 190 toneladas de CO2 en la atmósfera. Además de liberar dióxido de carbono a través de la quema o la descomposición de árboles, la deforestación también provoca la erosión del suelo, la escasez de agua, el aumento de las sequías extremas y, en última instancia, una desecación definitiva del clima local.
Un análisis de la revista científica Nature publicado en 2012 demuestra la relación entre deforestación y aumento de episodios de sequías extremas luego de que se presentaran hechos similares en las cuencas de Tocantins y Araguaia en Brasil. La Amazonía, en vías de extinción, podría convertirse en un «contribuyente neto de CO2» en los próximos años.
Una vez más, la verdadera riqueza de la Amazonía no reside tanto en la producción de oxígeno o en la conglomeración de carbono, sino en el tesoro de la biodiversidad y la pluralidad de pueblos y culturas que contiene. Más allá de los mitos que tienden a congelarla en una proyección de nuestras fantasías, es esta complejidad, esta multiplicidad de realidades y esta diversidad social, política y económica, lo que debemos comprender si queremos abordar eficazmente los retos de su conservación. Más allá del mito de El Dorado, la Amazonía es una selva extremadamente frágil. Más allá del mito de una selva virgen y deshabitada, se trata de una Amazonía que permite la supervivencia de muchas poblaciones mestizas. Estas poblaciones respetan la selva y también la explotan de manera razonable, a pesar de ciertos discursos simplistas de ecologistas y políticos. Más allá del mito del pulmón del planeta, para nosotros es una selva preciosa, incluso más fascinante y misteriosa que las leyendas, y que aún nos falta descubrir.